Las vacaciones escolares suelen recibirse con alegría: llega el descanso, el tiempo libre, la posibilidad de estar juntos sin la presión de los horarios escolares, de los deberes, de las extraescolares. Es un momento que muchas familias esperan con ilusión, porque permite compartir más, reencontrarse, recuperar cierta calma. Pero a la vez, ese mismo tiempo que se presenta como una oportunidad, tiene momentos que pueden convertirse en un verdadero desafío.
Hay
familias que organizan con antelación actividades, salidas, viajes,
campamentos, y otras que van sobre la marcha, con lo que se puede y como se
puede. Hay quienes disfrutan de esa flexibilidad para improvisar, y hay quienes
se sienten completamente desbordados ante el exceso de horas sin estructura. En
algunos casos, la ausencia de rutinas genera una sensación de caos, de no saber
por dónde empezar el día, de niños nerviosos, padres agotados y una convivencia
que se va enredando sin querer. Y es que, aunque las vacaciones suenen a relax,
la realidad es que no todas las personas adultas pueden dejar sus
responsabilidades o su trabajo, y conciliar se vuelve más difícil cuando los
peques están en casa todo el día y la energía parece no agotarse nunca. Es fácil
escuchar comentarios como “¡acaban de empezar y ya no puedo más!”, o “menos mal
que la semana que viene empieza el campamento”. No es una queja sin sentido: es
la expresión de un cansancio real que también merece ser reconocido.
Al
mismo tiempo, las vacaciones son una ocasión valiosa para fortalecer el
vínculo, para mirar más despacio, para acompañar desde otro lugar. Hay algo muy
especial en ese tiempo compartido sin prisa, en los desayunos tranquilos, en
las caminatas improvisadas, en las tardes de juego o en las conversaciones que
nacen cuando nadie tiene que correr a ningún sitio. Muchas veces, no se trata
de grandes planes, sino de esos momentos cotidianos que dejan huella: una tarde
cocinando juntos, una siesta compartida, una risa que aparece en medio de un
chapuzón.
Quizá por eso es importante cuidar un poco el ritmo, sin volver a imponer horarios rígidos, pero sí manteniendo ciertos hábitos que ayuden a que todo fluya mejor. Dormir bien, respetar las comidas, guardar algún espacio tranquilo en el día, puede marcar la diferencia. También puede ser buen momento para que los niños participen más activamente en pequeñas tareas, que ganen autonomía, que aprendan a aburrirse sin que eso sea un problema. No hace falta llenar la agenda ni estar haciendo cosas constantemente: el equilibrio muchas veces está en saber combinar actividades y tiempo libre, propuestas y juego espontáneo, presencia y también espacio propio.
Lo
más importante, tal vez, no es cuánto tiempo pasamos juntos, sino cómo se vive
ese tiempo. Mirarse de verdad, compartir, dejar que haya espacio para la
alegría, pero también para el cansancio, para los desacuerdos, para todo lo que
forma parte de convivir. Las vacaciones, con todo lo que traen, lo bueno y lo
difícil, pueden ser una oportunidad para conectar, para conocer mejor a
nuestros hijos, para redescubrirnos como familia. Y si a veces no salen como
habíamos imaginado, si hay días caóticos o momentos tensos, también está bien.
Porque lo importante no es que sean perfectas, sino que sean vividas, sentidas
y compartidas desde la verdad y el cuidado mutuo.
“Lo esencial es aprender a estar con los hijos, no solo a hacer
cosas con ellos.”
María
Montessori
¡Feliz verano familias!