Cada septiembre (y cada enero, y cada vuelta a la rutina) los titulares se llenan de la misma palabra: síndrome post-vacacional. Como si necesitaran ponerle nombre a todo. Que si el pre-vacacional, el post, el intermedio... Al final parece que vivimos rodeados de “síndromes” para justificar cada emoción que sentimos. ¿De verdad hace falta tanta etiqueta?
Yo no lo creo. Este supuesto “síndrome”
no está reconocido como enfermedad ni aparece en los manuales clínicos (ni en
el DSM-V ni en la CIE-11). No hay evidencia científica sólida que respalde que
sea algo más que un proceso de adaptación normal: cambiar de ritmo, madrugar
otra vez, enfrentarse al tráfico, a los plazos, a las reuniones... Es lógico
que cueste unos días.
Patologizar lo cotidiano no nos hace más sanos; al contrario, nos hace más
dependientes de explicaciones externas para cualquier malestar.
Parece que hoy la felicidad tuviera que ser permanente, y cualquier bajón, un problema a analizar.
Y no: la vida no es una línea recta de bienestar al cien por cien. A veces
simplemente estamos cansados, o nos da pereza volver tras un periodo de relax de goce y disfrute...¡Vamos, lo normal! ¡Es la
realidad de volver a arrancar!
Aceptar que la transición existe ayuda, pero suele durar pocos días. Cuanto más
se anuncia, más parece que debe pasarnos. Y si cada vuelta al trabajo es una
tortura, quizá el problema no sea la vuelta, sino el lugar al que volvemos. no le demos muchas vueltas, simplemente recordemos lo bonito de nuestros días de vacaciones y empecemos poniendo lo bueno de la vuelta sobre la mesa.
Elena Aurrecoechea Mariscal
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